Llegamos al aeropuerto de Mandalay a las 12.30 de la mañana y desde el primer momento, supimos que Myanmar iba a ser muy diferente de Tailandia. En la espera para conseguir el visado, empezamos a ver hombres vestidos con una especia de falda, longi que lo llaman ellos, escupiendo saliva roja a modo de sangre en las papeleras del aeropuerto. Sabíamos que no era sangre, sino betel, una especie de tabaco de mascar que les deja los dientes rojos y les hace escupir continuamente mientras lo mastican, ya que lo que sale de ello no hay que tragarlo.
Pasamos el control sin mayor problema y, mientras esperábamos que salieran las mochilas, la luz del aeropuerto se fue 3 veces, como si no estuvieran preparados para soportar la demanda de energía de la cinta del equipaje. No, desde luego que Myanmar, nuestro segundo país del Sudeste Asiático, no nos iba a dejar indiferentes. Así, con esta entrada, pusimos rumbo a nuestro primer destino en Myanmar: Mandalay
La primera impresión que te da Mandalay al llegar desde el aeropuerto es que se trata de una ciudad decadente, todavía a medio contruir o tal vez, a medio derruir. Es una ciudad relativamente joven, ya que fue fundada en 1857 y unida al Imperio británico en 1885. Durante la II Guerra Mundial fue ocupada por los japoneses y sufrió bastantes daños a causa de los bombardeos de los aliados y algunas batallas campales. Media ciudad quedó destrozada y, aunque en los últimos años ha recibido bastante financiación china (con polémicas incluídas) para su reconstrucción, parece que esta todavía se halla lejos de ser un éxito.
Sobre el plano se dibuja de forma ordenada, con líneas rectas y calles numeradas del 1 al 50 de este a oeste, y del 50 en adelante de norte a sur. De esta forma, al dar la dirección en un taxi te da la sensación de estar en Nueva York: Lléveme al cruce de la 83 con la 34. Solo que al llegar al cruce de esas dos calles seguramente no encuentres luces de neón, ni grandes rascacielos, ni aceras llenas de gente. Por no encontrar, seguramente no encuentres ni aceras unificadas. Da la sensación de que a quien encargaron diseñar el plano ciudad lo hubiera hecho en una sola tarde valiéndose de una escuadra y un cartabón. Además, parece que lo hubiera hecho de forma burlona, como broma al viajero y a los habitantes de la ciudad, como si fuera su forma de reírse de la realidad que, sin embargo, es mucho más caótica y nada ordenada.
Las líneas rectas del plano discurren entre descampados, márgenes de tierra y casas y aceras a medio construir. De todo ello y del tráfico, lo árboles son blancos a causa del polvo que cada día levantan los miles de coches, motos y bicicletas que pasean por sus calles. A la hora de andar, hay que ir con cuidado, ya que hay socavones aquí y allá cubiertos con tablones de madera como único medio para salvar la caída. En los cruces, el peatón, que no tiene claxon, es el último en prioridad. Hay que lanzarse a la calzada, y una vez en ella, no hay que dudar nunca, siempre hay que seguir hacia delante, nunca retroceder. Pensándolo bien, no es mala lección de vida la que nos regala Mandalay, ¿no?
¿Has estado en Mandalay? ¿Qué te pareció la ciudad?
Seguiré contando más historias sobre ella próximamente, pero mientras tanto, puedes encontrar más posts de nuestro viaje con la etiqueta de cuaderno de bitácora. ¡Ah! Y si te gusta lo que lees, ¿me ayudarías a seguir escribiendo pero desde Sudamérica? Solo tienes que seguir este enlace y darle a me gusta a mi participación. ¡Gracias, gracias, gracias! =D
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