Los niños de Myanmar: los nadies de ciudad (2/3)

¿No te ha pasado nunca que caminar una ciudad es caminar una canción, una historia o un poema que has oído/leído muchas veces? Algo parecido me ocurrió a mí en Yangón, en Myanmar. Mientras caminaba bajo los 40 ºC al sol por las calles de Yangón, mientras me refugiaba a la sombra de un árbol en un parque a orillas del lago, mirara donde mirara, los nadies de Galeano se repetían una y otra vez en mi cabeza. Por eso hoy, siguiendo la serie de la semana pasada, vuelvo para hablarte sobre Los niños de Myanmar. Hoy te presento a los nadies, los hijos de nadie, los dueños de nada

Yangón, o también Rangún, fue capital de Myanmar hasta 2006. Hoy constituye la ciudad más grande del país, con más de 7 millones de habitantes. A mí Yangón me pareció una ciudad sucia, vieja, desgastada, descolorida, pegajosa y agobiante, ligeramente mejor que Mandalay. No ví lo turístico de Yangón, no me acerqué a famosa (y también impresionante) Shwedagon Pagoda. Solo tenía un día, y estaba en la zona norte de la ciudad. Quise visitar la casa de Aung San Suu Lyi pero el calor me disuadió de intentar llegar hasta ella. Estaba cerca de un lago, por lo que decidí pasar un día tranquilo en el parque en torno al lago Inya. Sin embargo, llegar a su orilla no iba a ser tarea fácil. En la zona en la que me encontraba, el parque estaba lleno de clubs privados o embajadas que no permitían entrar a los no socios. Sin embargo, entre todos ellos encontré un hueco que no lo era. Llegué a sentarme a orillas del lago Inya y fue allí donde el poema de Galeano se hizo más fuerte.

Sueñan las pulgas con comprarse un perro
y sueñan los nadies con salir de pobres,
que algún mágico día
llueva de pronto la buena suerte,
que llueva a cántaros la buena suerte (…)

Allí estaban, 4 nadies en la orilla del lago, en la zona de libre circulación donde no hacía falta carnet de socio ni nacionalidad para llegar a mojarse los pies en la orilla. El contraste era importante. A la derecha club de remo, a la izquierda restaurantes, detrás turistas y también universitarios relajándose con cerveza y guitarras. Delante, rebuscando entre la basura o pidiendo dinero y comida, estaban ellos, esperando la lluvia de buena suerte…

pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy,
ni mañana, ni nunca,
ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte,
por mucho que los nadies la llamen
y aunque les pique la mano izquierda,
o se levanten con el pie derecho,
o empiecen el año cambiando de escoba.

Eran cuatro, tres niños y una adulta. Ella rescataba plásticos de la basura mientras los niños rescataban comida o dinero de la gente que les daba algo. Hacía mucho tiempo que sabía de su condición de nadie, había estado esperando a la buena suerte, pero esta nunca había aparecido, así que resignada vivía el día a día. Ya no se acercaba a la gente del parque, buscaba la forma de sobrevivir gestionando el plástico que quizás luego vendería o cambiaría por algo mejor.

Los niños, de 6, 7 u 8 años, ignorantes de su condición, paseaban descalzos, sucios, con la ropa vieja y gastada entre la gente. Todos vestían equipajes de fútbol europeos, como si los equipos patrocinaran su pobreza, o como si se tratara de un amuleto de buena suerte. Quizás un día un ojeador de un equipo de fútbol los descubriría, los haría salir del parque y les daría una nueva vida. La buena suerte estaba al caer, solo había que esperar un poco más.

Los nadies: los hijos de nadie,
los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados,
corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos:

A orillas del lago, ellos eran los dueños de las ramas de un gran árbol que se alzaba en uno de los extremos. A él acudían cada vez que alguno conseguía un pequeño tesoro. Podían ser cacahuetes, coca cola, chucherías o incluso, las menos, algo de dinero. Pero ellos no eran los únicos nadies de Yangón, por la noche, en la ciudad, encontrabas más. Niños con heridas abiertas pidiendo dinero y arrastrándose por el suelo o niños buscando en la basura. Y entre ellos, paseando, buscando algún lugar donde cenar o volviendo a casa después de trabajar, se entremezclaban turistas y locales. La gente parecía acostumbrada a ello, como si el niño que se arrastraba pidiendo en medio de la calle fuera parte del paisaje. Como si fuera algo tan normal, tan cotidiano, que llega un momento en que dejas de verlo.

Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones,
sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos,
sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal,
sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies,
que cuestan menos
que la bala que los mata.

Pero yo los veía, se veían mucho, se veían por todos lados, y se veían tanto que quizás fue por eso que no conseguí ver otra cosa de Yangón. Estos eran los otros niños de ciudad de Myanmar. Los que hacían que los primeros, de los que hablé el otro día, se vieran afortunados. Y aún así, lo más triste de esta historia no es solo que existan estos pequeños nadies, lo más triste es que se hayan vuelto algo tan cotidiano en algunos lugares que hagan que la gente, acostumbrada a ellos, ya ni consiga verlos. Acostumbrarse a las injusticias, a las desgracias, a la desigualdad, eso es lo más triste de esta historia…

El lunes que viene acaba esta serie con los últimos niños que faltan: los niños de campo. ¿Será su vida más fácil que la de los nadies?

¡Gracias por llegar hasta aquí!

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