En Mandalay hay mucho tráfico, aunque no tanto como en Bangkok. El hecho de que la mayoría de calles estén, o bien sin asfaltar, o bien a medio camino, hace que el tráfico además de contaminar el aire, lo llene también de polvo. ¡Hay árboles de 5 metros de altura con las hojas completamente blancas del polvo que se levanta! Parecen de cartón, como si estuvieran para decorar las calles a la espera de que alguien fuera a pasarles el plumero. Más que caminar, lo difícil es respirar entre tanto polvo.
Las sensaciones sobre Mandalay mejoraron notablemente tras ver que el motel donde nos alojábamos era bastante mejor de lo que la ciudad nos anticipaba. En esos momentos la temida LGC (la gran cagalera) no había hecho acto de presencia, nuestro estómago estaba resistiendo bien la comida de los puestos callejeros, así que lo primero que hicimos fue ir a la búsqueda de un lugar donde empezar a probar la gastronomía birmana. ¡Ay los vermicelli! ¡Qué descubrimiento!
Muy cerca de la calle del motel hay un bar. El bar típico de barrio, pero al estilo birmano. Sin puertas, solo una gran sala abierta, y la cocina al fondo. La carta, escrita en birmano, es indescifrable pero inspira confianza. ‘Seguro que no hemos caído en una trampa para guiris‘ – pensamos felices. Los camareros, contentos de tener extranjeros en su bar nos ayudaron a describrar platos y precios (los números en Myanmar también se escriben de forma diferente).
El bar tenía pinta de ser el típico negocio familiar en el que a todo miembro de la familia le toca echar una mano. Nos sorprende uno de los camareros. Apenas tendrá 12 años, pero ya es todo un experto. Tiene la pose, brazo cruzado detrás de la espalda que se sujeta con el otro, recto, mientras que con la mirada sigue el paso de la gente, atento a posibles clientes. A la vez, no pierde detalle de lo que pasa dentro del bar, por si los comensales necesitan algo. En su mirada no hay picardía ni tampoco rastro de niñez. Intenta aparentar ser un adulto más, como el hermano mayor que nos atienda y que, quizás, tenga ya 18 años.
Sin embargo, por mucha pose, no deja de ser un niño. De eso nos damos cuenta en el momento en el que sale con un agujero en el culo de su longi. Las hermanas se ríen, los extranjeros (nosotros) también nos reímos y él, se pone rojo como un tomate, pero también se ríe.
Por la noche, al cerrar el bar, la familia se reunirá en torno a una mesa y hará balance sobre cómo ha ido el día. Los padres están orgullosos de sus hijos, la vida no es fácil y hay que echar una mano entre todos para sacar adelante el bar. El pequeño se irá a dormir pronto. Tiene escuela por la mañana y, aunque le cuesta entender de qué sirve estudiar todas esas cosas que dice el profesor cuando la realidad, lo que de verdad te da para vivir es el bar, seguirá estudiando porque no quiere que se apague el brillo que aparece en los ojos de sus padres cada vez que enseña en casa el cuaderno con las notas. No, no lo entiende pero lo hará…
Y llegado a este punto, no dejo de preguntarme, ¿será esa la realidad o tal vez me estaré imaginando una utopía? Porque tal vez sean los propios padres quienes, por mucho quieran mucho a sus hijos, no vean la utilidad de ir a la escuela. Tal vez sean ellos mismos los que, como mantra, repitan cada noche a sus pequeños camareros ¿Veis? Esta es la realidad que da de comer, y no esa escuela que tanto predican… Quién sabe.
La verdad, es que de los diferentes lugares que hemos visitado, en ninguno vimos tantos niños trabajando como Myanmar. El camarero de Mandalay fue el primero que conocimos, pero después vinieron otros, con otras historias más o menos tristes.
En Myanmar, oficialmente, la educación es gratuita y la escuela es obligatoria, pero solo en primaria. Además, hay que leer la letra pequeña ya que, aunque sea gratuita, el salario de los profesores es tan bajo que a menudo, se ven obligados a cobrar ciertas cuotas o buscar un segundo empleo. Según UNICEF, menos del 50% de los niños consigue acabar primaria. En general, la mayoría de las familias tiene muy pocos ingresos, por eso que toda mano de obra cuenta, y es por lo que se ve a tantos niños vendiendo o llevando parte del negocio familiar.
¿Sería el camarero de Mandalay de los pocos que terminan la primaria y continúan secundaria? Ojalá…
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