Chiang Mai no tiene alma. Acababa de volver al hotel y eso era todo lo que podía pensar de la ciudad en la que iba a pasar tres días más. Tres días que, en ese momento, me parecían toda una eternidad.
Empezó mal desde que llegué al hostal, sobre las 5 de la tarde. No había nadie salvo tres hombres cuya media de edad rondaría los 60 bebiendo cerveza. Cuando por fin, tras llamarla al móvil, apareció una empleada, no tenían nuestra habitación. Sin embargo, por esa noche nos dejarían dormir en una individual con baño privado.
La habitación era sucia, y las sábanas de seda marrón junto a la zona en la que se encontraba el hostal no hacían más que dar alas, las de un Boeing-747, a mi imaginación sobre quién podría haber dado uso a aquella habitación y con qué fin podría haberlo hecho. No, mi imaginación no me estaba ayudando demasiado.
Como pensar con el estómago vacío nunca se me ha dado muy bien, lo primero que hice fue poner rumbo al barrio chino, era la festividad de Año Nuevo (el año del gallo) y seguro que allí encontraríamos algo para comer. El olor de sus calles, la decoración con faroles rojos, los puestos de comida, la carne, los dulces, todo eso me ayudó a pensar que, después de todo, Chiang Mai no tenía por qué estar tan mal. Total, si lo peor era el hotel, había dos opciones: buscar otro y pagar la fianza correspondiente, o bien acudir a él únicamente para dormir. Seguro que había zonas en la ciudad es las que podía pederme, divagar, andar sin rumbo y, de tanto en tanto, descubrir cafeterías, templos, parques. Seguir leyendo, seguir escribiendo. ¿No estaba viajando por eso?
Había que mirar Chiang Mai con otros ojos, tomar cada detalle como una novedad. Es la primera vez que estoy en Tailandia, así que todo debería ser nuevo, todo debería sorprenderme. ¡Oh! ¡Un McDonalds! ¡Oh! ¡Un Burger King! ¡Un Starbucks! ¡Un Hard Rock Café! Podía contar con los dedos de las manos los tailandeses que había por la zona que no estuvieran prestando un servicio, ya fuera con los tuk-tuks, taxis, camareros, puestos de mercado…
¡Todo eran (éramos) occidentales! Occidentales… gente que había viajado a Chiang Mai para acabar cenando en un McDonalds o tomar café en un Starbucks. ¡Magnífica elección! Y mientras seguíamos de camino al hotel el decorado, aunque cambiaba, no lo hacía exactamente a mejor. Ring de Mao Thai al aire libre dentro de una estructura rodeada de bares, oferta de masajes con final feliz, bares con chicas de compañía intentando convencer a los hombres que pasaban para que entraran a tomarse una copa…
¿De verdad todo esto iba a ser Chiang Mai? Yo quería creer que no, que más bien es lo que el turismo ha hecho de ella. Empezamos viajando a lugares lejanos con el objetivo de conocer otras culturas, otra forma de vida, y con el tiempo acabamos imponiendo la nuestra. Nuestros comercios, nuestros alimentos, en definitiva, nuestra forma de vida. Y parece que no nos damos cuenta que con eso únicamente conseguimos que los lugares pierdan su alma, aquello que los hacía atractivos a nuestros ojos.
Chiang Mai ha perdido el alma, pensaba cuando me metía en mi saco de dormir sobre las sábanas de seda con la música de los bares y el ring de lucha de fond. Y la verdad es que es una pena…
NOTA: Esto lo escribí a mi llegada a Chiang Mai. Más tarde descubriría que sí que había alma en Chiang Mai, únicamente dependía de la zona por la que decidieras moverte. En el fondo, no deja de ser una gran ciudad asiática, turística, moderna. Con sus pros y sus contras. Eso sí, si vas a estar por la ciudad, definitivamente no reserves alojamiento en el Wild Orchid Guest House.
¿Has estado en Chiang Mai? ¿Qué te pareció? ¡Hasta la próxima!
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