Jamás olvidaré el lunes que apoyé el cañón de una pistola en mi cabeza y disparé hasta quedarme sin balas, sin detenerme a pensar en lo que hacía para no darle otra oportunidad al arrepentimiento. Era el adiós a un mundo brillante, la despedida a un trabajo fijo, la renuncia a un futuro previsible. Pasaban 10 minutos de las diez de la mañana y mis últimas palabras decían, más o menos, ‘quédense ustedes con el muerto que yo me largo’. Mi cuerpo se desplomó y yo salí por la puerta…