Hoy en día Myanmar está de moda, tanto para lo bueno (como destino aún por descubrir) como para lo malo, debido a lo que está ocurriendo con los Rohinyas. Durante nuestro tiempo en el Sudeste Asiático, Myanmar era uno de los países que más ganas tenía de conocer. En total dedicamos 19 días para conocer un poco el país, ver apenas una pincelada de todo el cuadro que había por descubrir. Y, la verdad, para mí fue un país que me enamoró. ¿Quieres saber por qué? Sigue leyendo.
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El camarero de Mandalay
En Mandalay hay mucho tráfico, aunque no tanto como en Bangkok. El hecho de que la mayoría de calles estén, o bien sin asfaltar, o bien a medio camino, hace que el tráfico además de contaminar el aire, lo llene también de polvo. ¡Hay árboles de 5 metros de altura con las hojas completamente blancas del polvo que se levanta! Parecen de cartón, como si estuvieran para decorar las calles a la espera de que alguien fuera a pasarles el plumero. Más que caminar, lo difícil es respirar entre tanto polvo.
Primer encuentro con Myanmar: Mandalay.
Llegamos al aeropuerto de Mandalay a las 12.30 de la mañana y desde el primer momento, supimos que Myanmar iba a ser muy diferente de Tailandia. En la espera para conseguir el visado, empezamos a ver hombres vestidos con una especia de falda, longi que lo llaman ellos, escupiendo saliva roja a modo de sangre en las papeleras del aeropuerto. Sabíamos que no era sangre, sino betel, una especie de tabaco de mascar que les deja los dientes rojos y les hace escupir continuamente mientras lo mastican, ya que lo que sale de ello no hay que tragarlo.
Pasamos el control sin mayor problema y, mientras esperábamos que salieran las mochilas, la luz del aeropuerto se fue 3 veces, como si no estuvieran preparados para soportar la demanda de energía de la cinta del equipaje. No, desde luego que Myanmar, nuestro segundo país del Sudeste Asiático, no nos iba a dejar indiferentes. Así, con esta entrada, pusimos rumbo a nuestro primer destino en Myanmar: Mandalay