Habrías alargado tu estancia en Vilankulos dos o tres días más, pero eso implicaría renunciar a visitar el Parque Kruger y ya que estás ahí, quieres verlo todo. El despertador suena a las 7:00, te levantas y aún con sueño, te diriges cual zombi hacia la playa. Quieres saborear los últimos instantes en Vilankulos, donde no sabes si volverás alguna vez. Y los saboreas a solas.
Llegas a la playa y no eres el primero. La vida allí comienza al amanecer, y en invierno lo hace muy pronto, a partir de las 6:00 de la mañana las calles empiezan a llenarse ya de vida. En lo que sí que eres el primero (y prácticamente el único) es en sentarte en la playa a hacer nada, parece que todo el mundo allí está porque tiene algo que hacer.
Ves cómo los pescadores acuden a sus barcas de vela hechas de madera, y con tranquilidad se desplazan a la búsqueda de un buen lugar donde pescar. A estas horas de la mañana apenas corre el viento, como si hubiera decidido quedarse un poco más en la playa, así que aunque la vela está completamente despegada necesitan un impulso para poder avanzar. A falta de motor emplean un palo, como los gondoleros en Venecia o los barqueros de l’Albufera (Valencia), y se impulsan apoyándolo en el fondo.
Es curiosa la relación que los pescadores de Vilankulos tienen con el mar. Te cuentan que viven de él y que se pasan el día navegándolo con sus pequeñas embarcaciones. Sin embargo, la gran mayoría no sabe nadar y son hombres muertos si la barca se hunde allá donde no hacen pie. Aprender a nadar no es para ellos una necesidad, es más bien un lujo que no tienen tiempo de permitirse. Y ahora que te fijas te das cuenta que, de toda la gente que hay en la playa ninguna está bañándose en el agua.
La vida en la orilla también es bastante ajetreada, desde que te sientas te das cuenta que no dejan de pasar personas. Niños jugando, mujeres transportando cubos en la cabeza con bebés sujetos a la espalda con una capulana atada estratégicamente… Te impresiona la fuerza y el equilibrio que tienen estas mujeres. A lo largo de todo el recorrido que llevas ya por tierras mozambiqueñas, es algo que no ha dejado de sorprenderte. Has llegado a verlas transportar de todo, desde cubos repletos de fruta a largas cañas de madera de dos o tres metros de largo repartidas entre dos cabeza. Y todavía no has visto a ninguna perder el equilibrio.
Y así, entre pescadores, barcas, niños, olas y mujeres con cosas en la cabeza, pasa una hora. El sol está ya bastante alto para ser las 8 de la mañana. Toca despedirse de la playa y poner rumbo a Quissico, a mitad camino entre Vilankulos y Maputo. Adiós Vilankulos, adiós Bazaruto, adiós playa.
La verdad es que empiezas a estar ya un poco casado de tanto coche, pero es el precio a pagar por querer visitar tantos lugares en poco tiempo, y lo sabes. La banda sonora del camino de vuelta es ‘It is a good day’ de Peggy Lee, al menos una canción alegre para hacer el camino más llevadero.
El paisaje ya lo conoces, de bosqeus secos con algún que otro de esos baobabs vuelves a los bosques interminables de palmeras de la Península de Inhambane. Te acuerdas ahora de la historia que te contó Maria Angelina.
Cuentan los locales que para entrar a la península solo existe una carretera, y es esta la razón por la que Inhambane es uno de los lugares más seguros de Mozambique. Y la razón es muy sencilla, de una lógica aplastante, y también muy inocente. Resulta que, como solo hay una carretera, los ladrones que roban en Inhambane únicamente pueden escapar de la península a través de ella, y es por eso, que nunca les dará tiempo a huir antes de que la policía, alertada, se coloque en la carretera a controlar.
Esa es la teoría, aunque tú crees que seguro que con un refresco de por medio los ladrones no tendrían problema en pasar el control.
Decíamos que el paisaje va cambiando, sin embargo hay algo común que en todo lo que llevas viajado por Mozambique no has dejado de ver: casas rojas recién pintadas anunciando coca-cola, vodacom o cerveza 2M. También hay algunas casas azules y amarillas desgastadas de pintura, aunque la mayoría son de color gris del hormigón. Las únicas que parecen como nuevas son las rojas, ¿por qué será?
Así entre casas rojas, la señal de cuidado elefantes y bosques de palmeras, consigues llegar por fin a Quissico donde plantarás la tierra en el jardín del Lagoa Eco Lodge, un hostal de madera a orillas del lago de Quissico.
Te sorprende un lugar así en medio de la nada. La carretera hace ya kilómetros que desapareció, y si no llega a ser por el 4×4 habría sido imposible llegar hasta él. Por 7€/persona te dejan plantar la tienda de campaña una noche y hacer uso de cocina y baño. Al llegar, lo primero es plantar la tienda e ir al lago. Quedan pocas horas de sol y no quieres perderte el atardecer. Así que, cervecita en mano bajas a la zona a descansar y disfrutar de las últimas horas del día. Adoras los pequeños placeras de la vida, y disfrutar de una cerveza mientras ves atardecer es uno de ellos. Con tristeza te das cuenta que ya van quedando pocos días, y el viaje está llegando a su fin.
El día acaba entre vino, pizzas caseras a la brasa y partida de Mozamrisk, un Risk casero donde los países a conquistar son las diferentes provincias de Mozambique, y los soldados son semillas. Un buen punto final para este día. Ya lo decía la canción: ‘It is a good day…’
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